El jugo de zapote, bien frío, me supo a gloria. Hacía mucho tiempo esperaba el momento de disfrutarlo: me acordaba de la refrescante bebida, a la vuelta del Ley, a mediodía, mientras Pedro entretenía a los asiduos clientes con su amena conversación y alguno que otro apunte gracioso.
Acababa de llegar a Santa Marta, y la suave brisa marina de Enero amainaba el caluroso día que invitaba a tomar a la sombra un típico refresco samario. Y nada mejor que uno de zapote, de níspero, de mango de azúcar… Disfrutaba de una de las tantas delicias únicas de este paraíso caribeño.
Y es que, ya difundidas y mezcladas entre sí, imbricadas en un curioso pero comprensible tejido, costumbres, platos, necesidades o sencillamente, los recursos a la mano, hacen de nuestra región un paraíso gastronómico especial y diferente.
En mi última visita a Santa Marta regresé a los gustos de la infancia y que intento reproducir en “La Nevera” con dudoso éxito en algunos casos: el cayeye al desayuno –a veces al lado de un suculento y jugoso bistec con mucho tomate y cebolla-, los famosos jugos de estas frutas irrepetibles, los típicos fritos (buñuelo de frijolito, empanadas, arepa de huevo, etc.), las arepas de queso asadas (las reinas indiscutibles, las de la Calle de los Troncos) y desde luego, las exquisiteces de nuestro mar: el cóctel de camarón y las “bombas” preparativos de las aventuras posteriores, la incomparable sierra frita acompañada de bollo y ensalada, la exquisita mojarra, un pargo rojo, los arroces marineros, las cazuelas y parrilladas de mariscos, en fin. Todo al tenor de una aguepanela con mucho hielo y rematada con la espectacular pasta de mango.
Pero el tiempo era escaso. Después de todo, en 30 horas no se pueden “recorrer los pasos” de nuestra primera juventud. Los compromisos eran muchos y, naturalmente, había que acudir a las citas de trabajo, además de dejar lugar al merecido descanso. Ya el estómago y el bolsillo protestaban.
Dos horas y unos cuantos pesos restantes después de reservar lo del transporte me permitieron recorrer algunos sitios tradicionales y comprar delicias propias de la ciudad y que ya no se ven en La Nevera: pasta de mango, casabe, zapotes, nísperos, corozos, bollos de toda especie, queso fresco, en fin, todo lo que una pequeña caja de cartón permitiera acomodar sin estallar en el intento. Vaya, muy distinto esto del “queso tipo costeño” que venden en Bogotá, terroso y salado, hecho en Caquetá o Arauca, zapotes o nísperos verdes cuando se consiguen, bollos de harina de maíz y no de masa hechos con el “queso tipo costeño”, y pare de contar. Lo demás, dejárselo a la imaginación.
Terminado el jugo de zapote, abordé el taxi que me llevaría al aeropuerto, de regreso a La Nevera cargado de ricuras tropicales. La caja era un tesoro invaluable que acabaría muy rápido una vez abierta en Bogotá. Al día siguiente ya sería nostalgia samaria…
Por fin en este blog una publicación de Arzario, gracias compadre!
2 comentarios:
nojdoa jugo helado de zapote... que ganas.
o una empanadas en donde Susy o un perro dond ejimmy en el san miguel o....
tantos antojos que puede tener uno en la distancia si se pone a hacer memoria de lo que no puede tener ni comer...
un saludo compadre... ¿como va todo por la nevera?
Tienes toda la razon como se extraña todo eso tan rico que en nuestra costa se ve y por estar lejos, nos perdemos de todo.
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